7 de agosto de 2020

Elizabeth Taylor y Richard Burton: «Siempre estuvimos locamente enamorados, pero nos faltó tiempo…»

Patricia Tubella
El País

Las chispas saltan en aquel plató de Roma que a principios de los años sesenta reunirá por primera vez para la gran pantalla a Richard Burton y Elizabeth Taylor. Ataviados al modo de Marco Antonio y de la Cleopatra que da título a la película, los coprotagonistas estrenan un beso ante la cámara… y siguen en ello incluso cuando el director ya ha gritado el correspondiente “¡Corten!”. La atracción es inmediata, ninguno de los dos hace amago de ocultarlo y dejan sellado el inicio de una historia de amor tremendamente pasional y publicitada a los cuatro vientos por una prensa de la época que los convirtió en la pareja más famosa del mundo. La de dos adúlteros que pasaron por encima de los rígidos códigos morales imperantes y, más allá del reconocimiento que merecían por su arte, acabaron ejerciendo con su relación una fascinación insaciable entre el público.

El término “romance” con el que fue retratado el affaire Taylor-Burton se les quedaba muy corto. Lo suyo fue un amour fou que les abocó a un carrusel marcado por la pasión sexual desenfrenada y sonadas peleas de las que acababan reconciliados en la cama, por una vida de viajes y placeres de lujo regada de alcohol (ambos bebían como cosacos) y de los sedantes a los que ella estaba enganchada. Una historia que en su formato oficial no se prolongó más allá de una década, incluidas dos bodas y sendos divorcios, aunque siguieron queriéndose hasta el final de sus días, según sus propias confesiones.

En realidad se habían conocido antes de aquel encuentro romano, aunque superficialmente, y si bien Burton no hizo mucho caso a la entonces “princesa” de Hollywood sí se declaró impresionado por la belleza con ojos de color violeta. El descubrimiento de su tremenda química llegó más tarde, en el set de esa Cleopatra dirigida por Joseph L. Mankiewicz que la revista Life calificó de “la película de la que más se ha hablado en la historia” por lo desbordado de su presupuesto y el aderezo del escándalo que rodeó a sus protagonistas.

Todo empezó antes del famoso beso, con una taza de café. La que las manos temblorosas de Burton fueron incapaces de sostener, efecto de la resaca con la que compareció en el set, y que Taylor le ayudó a acercarse a la boca. La actriz relataría más tarde que, a pesar de la promesa que se había hecho a sí misma de no dejarse impresionar por aquel “actor de verdad, no una estrella de Hollywood”, le derritió su vulnerabilidad.

Los dos eran guapos y rebosantes de talento, pero con orígenes dispares. Durante su primera infancia ella –nacida en Londres en 1932, de padres estadounidenses– vivió entre algodones como hoy da fe una placa azul (“aquí vivió Eizabeth Taylor”) en la fachada de una fabulosa residencia del norte londinense, junto al parque de Hampstead Heath donde montaba a caballo. A los siete años, sus padres se la llevaron al otro lado del Atlántico para promocionarla con éxito como estrella infantil. Hollywood sería desde entonces su medio natural, en el que transitó de niña a mujer. Cuando en 1962 recaló en Roma para interpretar a la reina egipcia, acababa de convertirse en la primera actriz de la historia en cobrar un millón de dólares por un papel. Burton, que le llevaba siete años, era el hijo de una familia numerosa de mineros galeses amante de la poesía y las artes, y propietario de una perfecta dicción acompañada de una voz maravillosa que le convirtió en reconocido intérprete.

Ambos estaban casados. En el caso de él con su esposa de muchos años, la intérprete galesa Sybil Williams, mientras ella iba ya por su cuarto marido, Eddie Fisher, que le “robó” a su amiga y actriz Debbie Reynols, según la descripción escandalizada que se hizo en aquel tiempo. Antes estuvieron Conrad Hilton junior, en una unión orquestada por los estudios, y Michael Wilding, de quien acabó enviudando y el productor Michael Todd. Taylor tenía ya tres hijos y Burton estaba en trámites de adopción de una niña alemana.

Los rumores sobre “el lío entre Liz y Dick” en pleno rodaje saltaron a los titulares de la prensa mundial después de que los paparazzi les tomaran una fotografía a bordo de un yate en Ischia. Así quedaba finiquitada una era en la que Hollywood había sido capaz de controlar la cobertura mediática de sus estrellas. Hasta el Vaticano terció en el asunto, calificando a los amantes de “vagabundos eróticos”.

El bautizado como “matrimonio del siglo” se celebró inmediatamente después de sus respectivos divorcios en una ceremonia íntima en el Ritz-Carlton de Montreal (1964) donde la novia lució un espectacular collar regalo de Burton. Cualquier joya no era suficiente para colmar la obsesión de Elizabeth por los pedruscos y, entre las muchas que le compró, brillaba un diamante de Cartier de casi 70 kilates.”No puedo vivir si ti. Lo eres todo para mi, el aire que respiro, mi sangre, mi mente, mi imaginación”, le escribió en una de las cartas de amor que muchos años más tarde Taylor sacaría a la luz pública. La veneraba como mujer y como actriz, compartió con ella once películas, una insaciable vida sexual y también constantes trifulcas azuzadas por el furor etílico que al final ni siquiera los encuentros de alcoba hicieron soportables. Y llegaron las infidelidades.

No sabían estar ni juntos ni separados. Se divorciaron en 1974 pero 18 meses más tarde lo reintentaban con un segundo matrimonio que les duró muy poco. Acabaron casándose con otras parejas, él con la modelo Susan Hunt y ella con el senador americano John Warner y después con Larry Fortensky, un obrero de la construcción al que había conocido en el Centro Betty Ford durante una cura de desintoxicación. Cuando volvieron a reunirse profesionalmente en la producción de Vidas Privadas, de Noel Coward, en Broadway (1983), ambos estaban divorciados. La esperanza de Liz de intentarlo por tercera vez se desvaneció tras casarse Burton con su joven asistente, Sally Hay, aunque siguieron siendo amigos y se llamaban a menudo. Solo se vieron una vez más antes de la muerte del actor, ocurrida a causa de un derrame cerebral, en agosto de 1984. La última carta de Richard le llegó a Taylor poco antes de asistiera a un oficio religioso en su memoria. “Era atento y cariñoso”, rememoraba la actriz unos años antes de fallecer en 2011, “desde aquellos primeros momentos en Roma estuvimos siempre locamente enamorados. Tuvimos más tiempo, pero no el suficiente…”.

Con los colores propios de una droga como el DMT, un morado y un rosa intenso e irreal, Stanley mete en el mismo saco insectos, extraterrestres, brujas, locura, ecología y hasta el cambio climático. Una visión caótica y apocalíptica en la que también caben tumores cancerígenos, el Necronomicón y un rebaño de alpacas. Todo muy raro y, por eso mismo, atractivo. Fiel a la esencia excéntrica de un relato que solo se podía abordar con un actor desbocado (y muy cómodo en los excesos) y un director sin nada que perder porque ya lo ha perdido todo.

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