24 de noviembre de 2020

La ciencia funciona

Javier Sampedro
El País

El premio Nobel Sydney Brenner dijo en Melbourne la década pasada: “La ciencia funciona; la religión no es fiable”. Yo estaba entre la audiencia, por razones largas de explicar, y la frase de Brenner, como casi todas las suyas, me dejó perplejo. Yo estaba acostumbrado a unos argumentos por la ciencia de gran aparato eléctrico, relacionados con la naturaleza de la verdad y la profundidad del entendimiento, pero ahí estaba Brenner, uno de los padres de la biología molecular, acudiendo a un razonamiento vulgar de puro pragmático. La ciencia funciona. Y encima oponiéndola a la religión, el blanco más fácil que cabe imaginar para un racionalista. Hoy me doy cuenta de que, a la hora de convencer a la gente del valor de la ciencia, no hay argumento más poderoso que el de su utilidad práctica. Y también de que las religiones proliferan como setas en un otoño húmedo y soleado, aunque ya no se llamen así.

Aun cuando no conozcamos todos los detalles, incluidos algunos esenciales, las tres vacunas presentadas en público en los últimos días están respaldadas por instituciones científicas muy solventes, de la Universidad de Oxford a los Institutos Nacionales de Salud (NIH) de Estados Unidos, que no pondrían su firma bajo un comunicado de prensa de sus empresas colaboradoras de no tener certezas sobre lo que afirman. Los papers vendrán pronto, y con ellos las autorizaciones de las agencias reguladoras. Una colaboración con pocos precedentes entre los sectores público y privado tiene las instalaciones listas para fabricar las vacunas en masa. Si todo esto sale bien, como parece probable, la percepción pública sobre la investigación cambiará radicalmente, o al menos mucho más de lo que han logrado dos siglos de espesos tratados epistemológicos. Si la ciencia funciona, la gente no necesitará muchos más argumentos.

Pese a todo, no debemos perder de vista la razón última de que los laboratorios biomédicos hayan logrado el prodigio inédito de desarrollar tres vacunas eficaces en apenas diez meses. La responsable no ha sido la inspiración de las musas, sino años y décadas de investigación básica en virología, epidemiología y biología molecular. Las vacunas de Pfizer y Moderna se basan en una molécula (el mRNA, o ARN mensajero) descubierta por el propio Brenner en los años cincuenta, cuando todo aquello parecía tan rigurosamente inútil como las controversias bizantinas sobre el sexo de los ángeles. El fármaco de Oxford/AstraZeneca es producto de una ingeniería genética con medio siglo de existencia.

Los avances científicos no son inventos caídos del cielo. “Si he visto más lejos es porque me he alzado a hombros de gigantes”, dijo Newton en referencia a Copérnico, Galileo y Kepler. La ciencia construye sobre el saber anterior, aunque ello requiera destruir algunas de sus partes. La revolución industrial, la Ilustración, la innovación de la energía eléctrica y el mundo digital en que vivimos son producto del conocimiento profundo de la naturaleza. Esa es la razón de que la ciencia funcione. Y de que la religión no sea fiable, pero eso es otra historia.

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