Por qué decir «No sé» es quizás lo mejor que puedes hacer
Dalia Ventura
BBC News Mundo
¿Quieres un consejo antiguo para lograr la felicidad, la plenitud, la excelencia o el bienestar supremo, aquello que en la Grecia clásica se llamaba eudemonía?
Sé escéptico.
Aunque no en el sentido moderno de la palabra.
En el uso cotidiano, a menudo se piensa que un escéptico es alguien que niega algún punto de vista ortodoxo. La Real Academia Española dice: «Que no cree o afecta no creer»; en filosofía, el escepticismo tiende a ser más sobre la duda que sobre la afirmación negativa, por lo que no es tanto negar algún punto de vista sino cuestionarlos todos.
De hecho, la palabra griega skepsis significa «siempre buscar, indagar, investigar», no dar nada por cierto.
Pero ¿cómo puede ser que la incertidumbre nos lleve a la dicha?
Sólo sé que no sé nada
Ni siquiera eso es exactamente cierto. La famosa frase atribuida al filósofo griego Sócrates (470-399 a. de C.) realmente parafrasea unas palabras que Platón puso en boca de su maestro en la obra «Apología de Sócrates»:
Este hombre, por una parte, cree que sabe algo, mientras que no sabe [nada]. Por otra parte, yo, que igualmente no sé [nada], tampoco creo [saber algo].
Ilustra, sin embargo, uno de los tipos de escepticismo que se originaron en el siglo III a.C. el cual decía que el sabio es la persona que conoce los límites del conocimiento.
El escepticismo de este movimiento que se desarrolló dentro de la Academia permeaba todo, incluso las ideas morales y religiosas. Al observar otras culturas, los antiguos griegos se preguntaron si quizás muchas de sus creencias no eran más que convenciones locales.
Si los etíopes tenían dioses que parecían etíopes y los griegos tenían dioses que parecían griegos, ¿cómo saber cómo eran realmente los dioses?
La otra escuela, llamada pirronista, era más radical.
De verdad nada
Sostenía que no era necesario perder tanto tiempo y esfuerzo buscando y exigiendo respuestas o soluciones donde únicamente había duda y ambigüedad, pues eso llevaba a la infelicidad.
Para ellos, no había forma de determinar qué es verdadero o real y para todo había argumentos y contraargumentos, a menudo de igual peso.
No obstante, se insistía obstinada y hasta violentamente en que unos —los demás— estaban equivocados y que otros —nosotros— tenían razón.
Si en cambio se suspendía la búsqueda de esa verdad absoluta y se adoptaba un estado de la conciencia al que llamaron epojé o «suspensión del juicio», en el cual ni se niega ni se afirma nada, se lograba la anhelada eudaimonía, esa vida plena, feliz y floreciente.
Esa abdicación admitía, sin embargo, opiniones y debate; alentaba la investigación, se regocijaba en la exploración de conocimientos. Lo que rechazaba era el dogma.
¿Dios existe? ¿Matar es malo? ¿Los impuestos son buenos? La respuesta sería «no sé, pero me parece que…».
Remedio contra el dogma
La idea de que puede ser imposible saber algo con total certeza resultó ser tan importante que entró en la corriente principal filosófica y ha sido clave para el pensamiento científico, religioso y político desde su surgimiento.
Uno de sus famosos entusiastas tempranos fue el jurista, político, filósofo, escritor y orador romano Marco Tulio Cicerón (106-43 a.C), quien describió el escepticismo como una forma de libertad de pensamiento (siglos después el filósofo del Idealismo alemán Georg Hegel diría algo similar).
Pero fue en el Renacimiento, tras la invención de la imprenta, que permitió difundir textos como nunca antes y la traducción al latín, que los hizo mucho más disponibles, que su atractivo se acentuó.
El escepticismo, antes conocido por unos pocos, irrumpió en un mundo que estaba lleno de dudas.
Con Galileo y sus descubrimientos, la cosmovisión tradicional estaba siendo derrocada y un Nuevo Mundo estaba siendo explorado.
De repente, la gente fue consciente de que la Biblia y Aristóteles, que habían sido los oráculos hasta entonces, no decían nada sobre eso.
Es más, con Lutero y la Reforma desafiando el orden consabido en Europa y el descubrimiento de las culturas americanas, ya no era tan sencillo estar seguros de su propia fe, dado que había vecinos con diferentes puntos de vista religiosos, y otras personas muy lejos con todo tipo de creencias exóticas.
Michel de Montaigne (1533-1592), uno de los filósofos renacentistas más importantes, cuyo lema era «Qué sé yo», fue uno de los más influyentes adeptos del escepticismo.
En su época, Francia estaba enfrascada en unas guerras de religión brutales y vio cómo vecinos se mataban por sus creencias.
Para él, era claramente el resultado del dogmatismo que, decía, no permitía no saber lo que no sabemos. En otras palabras, polarizaba las cosas, obligaba a tomar partido.
La manera de difuminarlo era el escepticismo.
Los caprichos de la ciencia
Este escepticismo tuvo un profundo efecto en la ilustración científica.
Para el filósofo, matemático y físico francés René Descartes (1596-1650) el escepticismo no era tanto una forma de vida que traía la tranquilidad, sino más bien una herramienta para someter todos los conocimientos a la duda radical para luego reconstruir las edificaciones del saber sobre la base de creencias fundamentales.
Según Decartes, no se podía progresar en la ciencia a menos que se tuviera certeza metafísica absoluta, la información absolutamente infalible que proviene de lo cognitivo.
Pero otra escuela de pensamiento decía que era imposible obtener ese tipo de certeza, pero que no importaba pues se podía obtener un segundo nivel de certeza que sólo se ocupara de las apariencias sin hacer ninguna afirmación sobre la realidad, ya que eso era suficiente para seguir adelante con el progreso científico.
Esa evolución hacia una especie de escepticismo más práctico es evidente en la obra de una de las figuras más importantes de la filosofía occidental, el filósofo y economista escocés David Hume (1711-1776).
Su «Tratado de la naturaleza humana», una de las más grandes obras de filosofía, está permeado de escepticismo, pero su trabajo posterior es mucho más moderado.
Aunque para él el filósofo dogmático que quería llevar todo a ciertos principios simplemente está persiguiendo lo imposible, se movió hacia lo que llamó escepticismo académico, una apreciación de lo que describió como la condición caprichosa de la humanidad.
Decía que tenemos facultades que nos hablan del mundo y que, aunque en última instancia no las podemos justificar, nos permiten, sin saber con certeza qué sucederá en el futuro, usar un modelo parecido a lo que sucedió en el pasado.
Así se fue desarrollando una teoría de la certeza limitada, lo que significa que sabemos menos de lo que piensan los dogmáticos, pero más que el pensar escéptico: lo suficiente para poder sortear nuestras vidas aplicando el principio de la duda razonable.
Es posible creer cosas y al mismo tiempo tener una actitud de escepticismo hacia esas creencias y una actitud de investigación constante.
En ese sentido, el espíritu de la ciencia moderna está absolutamente impregnado de escepticismo.