Cómo reducir el uso de alcohol y drogas entre los jóvenes: las lecciones del caso islandés
XIMENA GOLDBERG
EL PAÍS
En salud mental, ciertos problemas pueden llevar la etiqueta de factor de riesgo y al mismo tiempo la de enfermedad. Es como si la misma realidad pudiera ser abordada como causa y como consecuencia. Puede que para ciertas áreas del conocimiento este fenómeno sea común o haya consenso acerca de cómo tratarlo. Pero en el ámbito de la salud, esta falta de definición trae consecuencias importantes en la manera en que se identifican y tratan temas que afectan el día a día de una fracción importante de la población. Un ejemplo de ello son las adicciones.
El estudio Global Burden of Disease (carga global de enfermedades) es una iniciativa que ha permitido continuar y mejorar la propuesta inicial de la Organización Mundial de la Salud (OMS) de recabar datos a nivel internacional para poder tener una visión amplia sobre el estado de la salud en diferentes poblaciones. Es un estudio que aglomera datos de múltiples países en todo el mundo, desagregados por variables clave como edad y sexo, y que permite identificar diferencias y similitudes que pueden ayudar a reconocer factores causales de salud, enfermedad y calidad de vida. Este estudio permitió, hace algunos años ya (se publicó en 2011), sacar conclusiones sobre el estado de la salud de las personas entre 10 y 24 años en todo el mundo. Entre otras cosas, el trabajo indicó que dos de los principales factores de riesgo involucrados en la pérdida de años de vida ajustados por discapacidad (DALYs) en personas de ese grupo de edad era el alcohol y el uso ilícito de drogas.
Una salvedad relevante es que el uso de alcohol y drogas en este estudio se definieron como “uso problemático” de ambas sustancias, para diferenciarlo de las conductas adictivas propiamente dichas. Se busca reflejar la realidad de personas que consumen, pero no son necesariamente adictas a la sustancia. Aun así, frecuentemente, la diferencia entre ambos conceptos es una cuestión de grados y por eso resulta significativo el cambio de perspectiva respecto de la manera en que se aborda este tema en los servicios de salud. ¿Las adicciones son un problema de salud o un factor de riesgo? ¿Si se define como uso problemático es factor de riesgo, pero si es adicción es enfermedad? ¿Cómo sabemos en qué categoría ubicar cada conducta? ¿Cuál es el límite que marca la causa de la consecuencia? Es una conversación que se repite en innumerables mesas de expertos, y es importante porque marca el rumbo de las políticas de salud mental poblacional.
La mirada sobre el comportamiento
El desarrollo de las ciencias del comportamiento ha facilitado información con base en evidencia sobre los mecanismos involucrados en los procesos de uso de sustancias desde una nueva perspectiva. La ciencia describe que existen mecanismos neurobiológicos por los cuales el alcohol y otras drogas reducen la tensión propia de situaciones de altos niveles de estrés. Por ejemplo, las mujeres supervivientes de violencia por parte de la pareja presentan unas tasas de consumo de alcohol y otras sustancias más altas que la de mujeres que no han estado expuestas a esta violencia. Esta realidad se ha interpretado de muchas maneras; una de ellas es que el consumo es uno de los recursos de afrontamiento que permiten reducir la tensión asociada a la violencia interpersonal. Esta interpretación trasciende una perspectiva más tradicional que ubicaba a las supervivientes como “enfermas mentales” y habilitaba una mirada patologizante de la violencia de género.
En el caso del uso de sustancias en las personas jóvenes, la perspectiva más tradicional supone asociarlo a un comportamiento de búsqueda de novedades, o un uso meramente recreativo de las drogas. En este caso, el problema se aborda como un factor de riesgo o posible causa de problemas futuros. Las intervenciones poblacionales más generalizadas interpretan el problema desde esta perspectiva, siendo la respuesta más obvia la limitación del acceso a la sustancia con medidas como el control de alcoholemia o los horarios de ventas de bebidas alcohólicas. Pero esta respuesta resulta claramente insuficiente si consideramos la posibilidad de que la conducta sea una consecuencia. Concretamente, una manera de regular los altos niveles de tensión y estrés a los que están expuestas las personas jóvenes.
El modelo Youth in Iceland (Juventud en Islandia) es, a mi modo de ver, el mejor ejemplo de integración de ciencia y sociedad en el ámbito de la salud mental de jóvenes. Islandia tenía un problema muy serio con el consumo de alcohol y drogas en sus jóvenes. Se calculó que cerca de un 50% de las personas jóvenes del país tenían problemas con el alcohol, y cerca del 25% con otras sustancias. La respuesta de Islandia ante semejante desafío se basó en la evidencia de las ciencias del comportamiento y la neurobiología, que permite leer esta realidad como una manifestación de los problemas de gestión emocional propios de esta etapa de la vida. Fue una iniciativa valiente; no es frecuente que se reconozcan los altos niveles de estrés a los que están expuestas las personas de menos de 25 años. El país inició un programa nacional orientado a reducir los factores que aumentan el riesgo de consumo, y a incrementar los factores que aumentan la resiliencia. Con esta estrategia, Islandia consiguió reducir el uso de alcohol y otras sustancias entre sus jóvenes a la mitad.
El diálogo entre disciplinas científicas en Islandia y el encuentro con quienes toman las decisiones políticas dio lugar a una manera exitosa de abordar los problemas de salud mental en el país. El modelo de salud mental en jóvenes de Islandia se basa en promover relaciones intrafamiliares sanas, amistades sólidas, lazos fuertes con la comunidad y compromiso social. No se trata de evitar la tensión y el estrés, sino de proporcionar el soporte para encontrar métodos alternativos para gestionarlo. Las actividades que se proponen son muy variadas, y van desde animar a hacer un mayor seguimiento parental de las actividades de las personas jóvenes, hasta universalizar el acceso a actividades extraescolares, incluyendo los deportes y las disciplinas artísticas. Parafraseando, se trata de fortalecer la red de relaciones sociales saludables para que transiten este momento clave de su vida en un ambiente seguro.
Las intervenciones poblacionales de tipo psicosocial como estrategia de promoción y prevención están ganando terreno sobre todo en el ámbito de la salud mental de las personas jóvenes y ya cuentan con recomendaciones específicas de la OMS. Ha resultado clave el papel de las ciencias básicas, como la psicobiología o las neurociencias, para informar estos procesos y su implementación. Queda por delante desarrollar estos esfuerzos actuales con evidencia sistemática donde se evalúe el efecto de los programas a corto, medio y largo plazo. En algunos casos se necesitarán iniciativas realmente valientes, como la del ejemplo de Islandia, que reúnan las voluntades de todo un país. La comunidad científica está cada vez más comprometida en este cambio y preparada para enriquecer algunas de las conversaciones que, simplemente, llevan demasiado tiempo sobre la mesa.